Conversión de San Vicente de Paúl
Fué el tema central de la homilía del P. Tony Diaz Monción de la Parroquia Santa Luisa de Marilac de Los Tres Brazos, del Municipio Santo Domingo Este.
Los feligreses estaban muy atentos de todo este proceso de Conversión del Sr. Vicente, y explicaba con lujos de detalles el jóven sacerdote en sus palabras de los planes que tenía Dios en la vida de quien fué luego San Vicente. La misa estuvo muy animada con el coro de dicha parroquia y las voces de éstos ángeles alabando al Señor parecían un verdadero coro celestial.
VAMOS A CONOCER AL SEÑOR VICENTE DE PAUL
San Vicente de Paúl
Nació en 1576, en el pueblecito de Pouy, dentro de la comarca, tal vez, más pobre de toda Francia. En 1600 fue ordenado sacerdote. Falleció a los ochenta años de edad. Clemente XII le elevó al supremo honor de los altares, en 1737. León XIII lo proclamó Patrono especial de todas las obras de cristiana misericordia, en 1882. — Fiesta: 19 de julio. Misa propia.
Los padres de Vicente eran unos modestos campesinos, que no contaban más que con el trabajo de la tierra para atender a sus numerosos hijos. Hasta sus doce años vivió Vicente en su casa, dedicado al oficio de pastorcillo. Advirtiendo su padre en el muchacho un talento aprovechable, determinó dedicarlo a los estudios y lo envió a un convento de franciscanos, a la ciudad de Dax. Allí estuvo nueve años, aprendiendo algunas ciencias con gran provecho y dando pruebas de su inclinación al estado eclesiástico.
Su padre hizo múltiples sacrificios, llegando a vender sus bueyes, para que Vicente pudiese seguir la carrera y completar sus conocimientos en Zaragoza y en Tolosa. En esta última ciudad recibió el título de Doctor. Recibido también el sacerdocio, celebró su primera Misa en la humilde iglesia de la aldea natal.
Una piadosa dama, viendo la pobreza de Vicente y de sus padres, le había dejado, al morir, una pequeña herencia; pero se vio desposeído de la misma por un comerciante nada escrupuloso, que se apoderó de ella. Como el novel sacerdote tenía pendientes todavía algunas deudas de sus estudios, encaminóse a la ciudad de Marsella, donde se encontraba el usurpador, para reclamar su derecho.
Después de muchos trabajos, consiguió una modesta cantidad, con la cual se dio por contento, pues no le guiaba la ambición de enriquecerse.
Entonces le sucedió un grave e inesperado percance. Al regresar por mar, unos piratas turcos le robaron y lo hicieron prisionero, conduciéndolo a la ciudad de Túnez, donde fue vendido como esclavo a un cristiano renegado, que lo dedicó al cultivo de sus campos.
¡Insospechadas estrategias de la Providencia divina!... Vicente, con su dulzura y obediencia, se atrajo pronto la admiración del rico propietario y de su esposa. No tardó ésta en convertirse al cristianismo, instruida por las enseñanzas del celoso apóstol; y ella misma condujo a su marido hacia el camino del Cielo, pues poco tiempo después de su conversión, junto con Vicente, marchó como peregrino a Roma, y allí quiso quedarse, con consentimiento de su esposa, entrando en un convento para hacer penitencia perpetua de sus antiguos pecados.
Durante su estancia en Roma, nuestro Santo se hizo enseguida notable por su pericia y saber, y entró en relación con importantes personajes. Esto dio ocasión a que fuese enviado por las altas esferas eclesiásticas a París, a desempeñar una misión secreta en la Corte del Rey Enrique IV.
Cumplido exactamente el cometido que se le había confiado, Vicente no volvió a la Ciudad Eterna. Decidió instalarse en la capital francesa, alquilando un sencillo aposento en uno de los barrios más pobres. Allí habían de iniciarse sus prodigiosas obras de caridad. Hacía nueve años que era sacerdote.
Empezó a visitar continuamente los hospitales y a socorrer a los pobres por todos los medios que le eran posibles. Una de las más nobles y caritativas damas de París tuvo ocasión de conocer su sencillez de corazón, su modestia y piedad; y encantada de tamaña virtud, le nombró su limosnero. De ahí provino que el Santo, sin dejar su miserable vivienda, se encontrase relacionado con la más alta sociedad de su época.
Lejos de despertar ello en su corazón sentimientos de orgullo, la gloria y riqueza mundanas no le inspiraron más que una compasión profunda. Y entonces fue cuando hizo al Señor la promesa de consagrar toda su vida al servicio de los pobres y enfermos.
Fue también Vicente de Paúl amigo de los más ilustres sacerdotes y prelados de su tiempo, especialmente de San Francisco de Sales, el cual decía de él que era «el sacerdote más santo que había conocido».
En 1612 se confió a San Vicente una parroquia de muy cerca de la ciudad. Hizo en ella un bien inmenso. Y cuando mejor se hallaba allí y más le amaban sus sencillos feligreses, viose obligado a aceptar el cargo de preceptor de los hijos de Felipe Manuel de Gondi, uno de los más elevados personajes de la nobleza y de la Casa real.
A los cuatro años, con gran sentimiento de la familia Gondi, abandonó de nuevo la ciudad para encargarse de otra parroquia, en la Diócesis de Lyon. La regentó solamente unos cinco meses, pero en tan breve tiempo la transformó. Se hallaba abandonada, maleada por los protestantes, lamentablemente desmoralizada.
Con su apostólica palabra el joven párroco obró grandes conversiones, entre ellas las de dos nobles señoras, a las que hizo ejercitar en la visita de pobres y enfermos, fundando así, con ellas y algunas otras que se les agregaron, la primera «Cofradía de la Caridad», que había de ser el germen de las «Conferencias de San Vicente de Paúl», que tanto bien han hecho en el mundo.
Al regresar a París, accedió a vivir nuevamente con la familia de los Gondi, a fin de hallar mayores facilidades para establecer las obras de caridad que llevaba en proyecto. En efecto, allí encontró toda clase de protección.
Durante los ocho años que moró en aquella casa, Felipe Manuel, su esposa y su cuñada la marquesa de Magnelais, fueron los más fieles y generosos cooperadores de San Vicente. Pusieron a su disposición el crédito, el nombre, la fortuna. He aquí cómo la Providencia divina tenía reservado al gran apóstol de los pobres el medio de realizar favorablemente otras dos obras caritativas que constituían su sueño de oro: la Congregación de Sacerdotes de la Misión y la fundación de las «Hijas de la Caridad», que tuvo lugar en 1633, con el concurso de la que acabó siendo Santa Luisa de Marillac.
¿Quién podría ponderar el servicio inmenso que han hecho estas dos instituciones? ¿Quién podría calibrar el bien material y espiritual que hacen los buenos caballeros y las buenas señoras que visitan cada semana —como todos sabemos— a los enfermos pobres de su parroquia, y se enteran de sus necesidades para remediarlas en lo que puedan, y los consuelan con palabras de verdad cristianas, y procuran que reciban los Sacramentos?
¿Quién sería capaz de decir la santa obra que realizan las Religiosas de San Vicente de Paúl, en todo el mundo, teniendo a su cuidado hospitales y asilos, hospicios y escuelas pobres, con paciencia maravillosa y dulzura hondamente maternal?
Y no es menos gloriosa la historia de los «Sacerdotes de la Misión». San Vicente la fundó cuando estaba con la familia Gondi, con el fin de que se predicasen muchas misiones en las parroquias, principalmente en las muy apartadas de las grandes poblaciones. De ahí el nombre de Misión dado a la institución misma.
Estableció la Residencia Central de la Congregación en un antiguo hospital de leprosos conocido con el nombre de «Hospital de San Lázaro», donde fue a vivir. Por esto los sacerdotes paúles o de San Vicente se llamaron también lazaristas.
Muy pronto organizó un seminario para la formación de misioneros. Dedicóse intensamente a dar tandas de Ejercicios Espirituales, estimuló y orientó con su asombrosa sabiduría y experiencia a una gran multitud de sacerdotes.
No se puede calcular el volumen de la tarea desplegada por San Vicente en la residencia de San Lázaro durante veinticinco años. Pasaron por aquella santa casa unos veinte mil ejercitantes, según consta en los libros que allí se conservan.
Además de fundador y director de almas, toda la vida de San Vicente es un dechado de perfecciones. No cesaba de atender a los pobres y más desgraciados. Les asistía y trataba como el padre más solícito y bondadoso. Tenía para con ellos ternuras infinitas.
Fue, este gran Santo, amigo de los que sufren, de los que gimen, de los que han de mendigar un pedazo de pan... Por esto aparece aureolado de fulgente atracción y simpatía, porque toda su vida estuvo consagrada a la caridad.
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